2 de agosto de 2017

Vírgenes

Setenta vírgenes de rizos entrecanos y gafas se han reunido para renovar su propósito de mantenerse incógnitas durante otro año más. Están contentas alrededor de un viejo al que ni la mitra ensalza. Impenetradas. Miro la foto de las señoras agostadas en rama, sus tobillos gruesos. Pienso que no se lo van a poner difícil.
Pero luego imagino. Otro año más. Otro año más sin conocer eso que el mundo desea y en cuya busca vuelve siempre, animal ciego que horada con la cabeza. Imagino esa piel incólume de las vírgenes ajadas, esos anillos de carne nunca refregados, esos labios que no han sido retorcidos, no han comido, no han hozado. Frutas sencillas sueltas desprendidas enteras a las que el aire no hiere. Imagino. No han gemido de anticipación al ser abiertas por dos manos. No saben del rojo henchimiento, del dulce tragar. Desconocen la crecida y los jugos del derretirse. No saben cómo se cae despacio, muy despacio y deshaciéndose, en otro que en ti entra deshaciéndose, ese amor único. No saben del desvanecimiento en el sin fondo de peces abisales, eléctricos. De las sacudidas.
Imagino la entereza. La angustia de la completud. Espíritus igualmente lisos, inmaculados, cerrados a la penetración y al parto. Sin deseo, y sólo atrofiando el deseo pueden sostenerse esas sonrisas, cómo se camina día tras día. Qué mueve. Se reposa sobre alféizares a ver pasar el mundo, se habla en voz baja con hombres romos, hombres sin brazos, en mañanas y tardes que tienen la textura de una viñeta infantil.
Angustia de la completud. He sido cruel.
Iría a ellas y yo misma las desvirgaría, las ensuciaría de esperma y barro. Todo por acabar con esa tersura, ese desconocimiento de toda caída. Al menos las abrazaría. Les haría sangre. Las mordería. Cómo no romperse alguna vez en la vida, cómo amar sin abrirse, sin romperse para dar entrada, para dar salida.

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