3 de junio de 2016

Fósiles

Conviene ser siempre consciente de la tristeza. En cuanto tienes unos días buenos te lanzas montaña abajo y olvidas, siempre olvidas.
La conciencia de la tragedia templa. Te encaprichas de la alegría como un niño y demasiada alegría provoca inconsciencia y vanidad. Hay que caminar de lado y un poco encogido.
Olvidas que una vez viste salir de una boca de alcantarilla un ratoncito muy pequeño. Te lo llevaste a casa, pero te riñeron y te mandaron tirarlo. Lo tiraste a un patio y al estrellarse contra el cemento murió. Durante semanas viste, cada mañana antes de ir al colegio y cada tarde antes de ir al colegio, cómo el ratoncito se iba pudriendo. Al final era sólo un rastro como el de un caracol.
Olvidas que hacía sol y parte del sol quedó con los árboles bajo la tierra. Durante millones de años.
Después un buen día llegó el príncipe encantador y abrió la tierra: allí estaban, erguidos bajo nuestros pies. El tiempo había aplastado el aire entre ellos y lo había convertido en carbón y así, blancos, gigantescos, aparecieron ante nuestros ojos.
Olvidas cuando te metías tras las puertas para llorar, cuando creías que llevaban a tus padres en furgonetas por comunistas, cuando el perro llamado Lagún pasó unos días en tu patio de luces. Representabas a la perfección el papel de amante de los animales.
Olvidas cuando saltabais al infinito. Así lo llamabais, ¿recuerdas? Saltar al infinito.
Era uno de esos pisos de los años 40 donde desayunaban niños obreros antes de que amaneciera y sonaran las sirenas. Había un patio de luces profundo y gris de humedad y hollín. El musgo crecía en las cañerías. Si mirabas hacia arriba veías trozos de cielo: cielo gris o cielo azul, nubes pasajeras, estrellas. Desde la ventana del servicio se salía al patio. En el borde de la ventana os poníais de pie con un espejo en las manos que reflejaba las cuatro paredes grises y rectas y el cielo, luminoso, al fondo del pozo. Saltabais gritando y aparecíais, girando sobre vosotras mismas con las faldas levantadas, en el cielo, donde flotabais como medusas.
Los últimos días de Pompeya en la belleza de una vida. El pequeño animal ramo, con los restos de comida como lentejuelas en el estómago, grabado en cera.

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